Erika Kuhn |
Mi
muerte nació conmigo. Se agranda cada vez que miro el reloj. Si miro a
la izquierda está siempre con una libreta en la que jamás ha escrito
nada, la guarda para cuando le toque escribir mi nombre. Me llamo gato y
soy una mierda. Empujo al fantasma. Le saco el corazón a dios y me
existo. ¿Y quién te dijo que Dios tenía un corazón? Dios es puta. Y
tiene tarifas económicas, porque Dios es fea y no
entiende razones. ¿Y por qué carajos escriben dios con mayúscula?
¿Acaso la ausencia tiene nombre propio? No, la ausencia es todos los
nombres, todas las formas, todos los huecos. La ausencia, en el
infinito, es la presencia que completa el todo. El opuesto, el reverso
de la trama. Algo así como una flor, una orquídea supongamos, que se ha
desprendido del aroma. Pero olvido el aire, ya no respiro: todos los
ojos están cerrados: El final también nace conmigo. Alguien a esta hora
con esa música se arranca el respiro de la boca y se lo pone a un
muerto, éste se mueve un poco, saluda... está el aroma, pero la flor se
ha ido. Se ha esfumado, como una nube después de la tormenta. Y el
muerto ahí, impoluto, blandiendo su impuntualidad. La página siguiente
es blanca. Dice un dolor apenas paisaje. El muerto mira lo que ocurre,
no emite palabra. Y si evita hablar es que comprende: el silencio es su
mejor discurso. Para rellenar un cuarto inmedible no hace falta más que
dos vidas después de habérselas muerto.
Texto: Noelia Palma, Susan Urich, Leo Mercado
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