domingo, 15 de septiembre de 2013

El acto de lavarse la cara




Erika Kuhn



No alcanza con un jabón blanco cuando arden las palabras que van cayendo, de a una, como si fueran piedras o espejos. Esa cosa de otros pero propia. Aquello visible enamorándose de un sol dentro de las habitaciones creadas por un pico de pájara. Arden las palabras como piedras en su chasquido al agua, un ruidito buscando la presencia toda, la cara blanca en el espejo, pálida y las manos masajeando y es necesario bajar a la mujer por los dedos al sexo, que en su estadística diaria, dice que ahora estás sola, que penetra lo demasiado poema. Entonces habrá que leer libros esterilizadores mientras el agua sigue blanca de cuerpo y lava una enfermedad parecida a la espera. El rostro blanco, las manos blancas, el sexo blando.
El agua.
Y es una violencia esperanzadora limpiarse el fondo y finalmente la pena te mira de frente. Los cristales se empañaron y estás sola. Te ves formada por el humo cálido. Ya estás sonriéndole a la pena. Hoy no se abre el corazón, no la recibe. Se compone una identidad, dos pezones nublados, y los ojos fijos que te perdonaron todo ese horror esparcido desde siempre como gotas salvajemente cosechadas, como perra triste, como abusada por el amanecer en el espejo, o la lluvia que no deja de ser lluvia y que ya no es nada más que una cosa ahí fuera.
No alcanza con un jabón blanco, hay que ablandar las mejillas de la que se había ahorcado con las cuerdas de un amor perecedero. Hay que hacer un golpe de estado al cuerpo, invadirlo con tropas entrañables, despertarse así a mirarse las ruinas y erradicarlas.
Después, como siempre, terminar el desayuno sin tenerle miedo al chocolate. Es un día más.
Detrás, quiero decir, a través de la ventana, chilla un pájaro apenas bienvenido y llama.
Pero vos, ya te mudaste la nostalgia a otra sombra


Noelia Palma

jueves, 5 de septiembre de 2013

La carta que él nunca me escribió








Erika Kuhn




Tú sabes, las manos siempre se equivocan de cuerpo. He visto la poesía en tus ojos creciéndote hasta los muslos y me llené de palabras para recorrerte. Los relojes dieron una exactitud que no comprendimos y tú escribías libros y tenías hijitos deshechos y monstruos que tuve que espantar porque al mínimo roce te los ponías en el espejo. Tienes la cara de todas tus escritoras preferidas y a veces pienso que por eso todavía no supe encontrarte, mientras te encargas de escribir cómo te perdono las caricias que colgaste en ese vestido.
Hemos conectado las ternuras, una por una, con los trazos que dibujas en la carne, eres una bestia pequeña, una mártir que abusa de los colores, delicadamente.
Confieso, lo siento, haber tenido los huesos fríos alguna vez.
Te admiro con certeza y duda y sé que jamás aprenderás a recomponerte las heridas porque no sabes manejar las agujas. Tan inservible mi niña de la lluvia, mi ahorcada atroz de las palabras y el color. Ramito de fresias resignado, te inventas tú misma las ausencias, por eso me escribes tanto, y también, me inventas en una suerte de hombre que, sólo a veces, sé ser.
Nos hemos mirado durante horas cuando, ya muy noche, no hacía falta tener el cuerpo más acá o allá sino donde los perros son mansos y los ojos tocan una distancia inexistente. Tú sabes que la felicidad es una cosa muy triste para vivir.
Eres la que contempla y registra el derrumbe. La que ama lento y sabio como encendiendo el corazón hacia lo etéreo, y aún así conoces que hoy bien podría ser lunes o sábado y te da lo mismo: el amor no es un milagro ni una lucecita, apenas. El amor es un descuido de tus manos, por ejemplo, escribiendo, dibujando, fotografiando el rostro absoluto de todo aquello que te devora.


G.J.C.


Noelia Palma